Enrique estaba aquella mañana feliz porque el doctor le había diagnosticado mejoría, los ochos años recluidos en la casa de la risa, como le llamaba su mamá, habían traído frutos, recordándole que fue la mejor decisión de internase ahí.
No todo los resultados le correspondía a él, ni siquiera a los médicos, sino más bien a Andrea, la enfermera de escasos 30 años de edad con aspecto de veinteañera que lo cuidaba, lo procuraba, incluso le servía de modelo para sus dibujos terapéuticos, ya que aquella vieja casona de estilo francés, de finales de siglo XIX, no era objeto de su admiración.
Todo marchaba en orden en aquella tarde calurosa, los demás pacientes realizaban sus actividades, el patio del nosocomio era un lindo campo de juegos. De pronto, la situación cambió, una sirena comenzó a escucharse, desencadenó el ajetreo de las personas que ahí habitaban: enfermos se golpeaban entre sí, guardias repelidos por pacientes se atrincheraban en el edificio principal esperado la llegada de refuerzos.
La maquinaria de lucha crujía, todo sucedió tan rápido que Andrea no pudo escapar, estaba en medio de la batalla y seguramente sería presa de la lujuria y de los instintos de algún enfermo mental. Enrique al ver esto, la sujetó de la mano y le susurró al odio.
-Te protegeré, no temas.
Ella respondió a la confianza que él se fue ganado con su comportamiento a lo largo de los ocho años en tratamiento, accedió a acompañarlo. Entraron a los dormitorios en medio de lamentos, gritos, golpes y maldiciones, pero nadie podía hacer que ellos dejaran de lado el objetivo principal, el cuarto de Enrique.
Casi al llegar a su destino, el pasillo perdió gradualmente su luz; sin embargo, él la tomó por la cintura con delicadeza sin dejar de hacerla sentir segura. Incluso, ella se atrevió a decir: “gracias por protegerme”.
Inmediatamente al escuchar esto, la apretó contra su cuerpo y deslizó la otra mano por entre sus piernas, comenzando a explorar sus partes más íntimas, hasta a localizar sus labios inferiores, mismos que estaban secos.
-¿Qué haces?, suéltame. Con voz seria, enojada, y en medio de contoneos señaló.
Sin decir nada, Enrique aferró su mano en la vagina de Andrea hasta que la condujo a su cuarto, llegando ahí, ella apenas tuvo un instante para observar lo que la rodeaba pues la arrojó a la cama.
Todo parecía igual desde ahí, la blancura inundaba el recinto, lo acolchonado; el ambiente estaba dispuesto en medio de esas paredes para consumar lo que había estado perpetrando desde su ingreso al sanatorio.
La volteó y pasando por detrás de ella, encerró sus senos entre sus manos. Entonces, en medio de gritos de terror que él confundía con de placer, Andrea sólo apretó sus piernas para repeler el ataque y endureció su culo voluminoso, únicamente consiguiendo con esto que la excitación se extendiera, su falo crecía prometiéndole placer o desgracia.
-No Enrique, por favor. Entre lágrimas suplicaba la piedad de su atacante y paciente.
-Cállate, cállate. O vas a empezar de nuevo a decirme que me amas. Crees que voy a tragarme eso de nuevo, que me engañarás para que termines otra vez dejándome.
-Enrique reacciona, por favor. Yo no soy ella. En tono suplicante pero acompañado de histeria ella repetía, una y otra vez.
Mientras tanto a veces le mordía el cuello, otras le pellizcaba las nalgas, después le azotaba el rostro contra la cama, pero su furia no parecía aplacarse con nada, es más, el hecho de que Andrea se retorciera de dolor parecía alentarlo.
A esta altura, Enrique tendría que tomar una decisión, la soltó un instante mientras bajaba su pantalón, ayudó a su pene erguido a salir a escena, era un artefacto colosal, dispuesto a poseer, desgarrar a su oponente si fuera necesario.
Anticipando a su atacante, la enfermera más cálida y hermosa de este manicomio como le decían, entre sollozos dijo: “está bien, seré tuya”. Al ritmo que fue despojándose de sus ropas y mostrando así unas hermosas pero afligidas lágrimas de dolor que recorrían su cuerpo, sus tetas grandes y rosadas que contrastaban con sus pequeños pezones, su abdomen delgado, el cual Enrique siempre soñó bañado por su semen.
Mientras ella se desvestía, él le miraba, jadeaba pensando en el hecho de ponerla de rodillas y lamerle el ano, penetrarla por ahí. Vaya que si le encantaba la idea, pues recordaba muchas veces a su madre cuando ésta llevaba trabajo a casa.
Ya desnuda, ella se recostó nuevamente en la cama y lo invitó a poseerla, que más podría hacer para conservar la vida.
-No, tú no eres así, qué te pasa. Reclamó Enrique. Tú, la que siempre dijo que esto está mal ante la sociedad, cómo puedes así de fácil permitirlo. Maldita hipócrita.
Al terminar de pronunciar palabra, tomó el lápiz con el que siempre dibujaba y lo posó sobre su sien.
-Enrique, vamos tómame, yo sé que siempre lo has querido. En tono suplicante y temeroso.
Esta vez, el artefacto falaz, con el cual hizo catarsis durante su estancia en La Castañeda, apretó con mayor fuerza la cabeza de la chica desprotegida, ocasionando un horrendo grito de agonía que inundó el cuarto, los pasillos.
El monstruo traidor sucumbió entre jadeos, el éxtasis fue tanto que Andrea soltó un suspiro y calló. Enrique satisfecho por el acto, por el logro consumando, lamió su mano húmeda. Excitado por la visión de la sangre le golpeó el abdomen una y otra vez, acompañando la agresión por reclamos, expresó:
-Dónde está tu virginidad ahora estúpida. Maldita perra. No dices nada verdad.
Finalmente, en un alarde de ferocidad provocada por su ausencia, regresó de nuevo la embestida de furia, patada tras patada fue deformando su hermoso rostro, golpe tras golpe la sangre bañaba su cuerpo inerme que tocaba e inundaba el piso con los restos de carne que se desprendían, que la iban condenando a la perdida su identidad.
No satisfecho con lo realizado hasta el momento, procedió a penetrarla por el ano, excitado más por la sangre que por el hermoso cuerpo, estaba a punto de eyacular dentro del cadáver muerto por su propia mano, pero en medio de sus propios pensamientos y los ruidos de afuera – gritos, maldiciones, lamentos- se escuchó el rugir una sirena, además de un rechinar mecánico y una voz diciendo: “Enrique, es hora de tu medicamento, ven por favor”.
En actitud pasiva, asintió con la cabeza, abrió la boca, tragó el medicamento y al tomar la mano de Andrea dijo: “sabes Andrea, me recuerdas mucho a mi mamá”.
-Sí, ya me los haz dicho, también me has dicho que se llamaba como yo.
Al terminar de decir esto, ella ruborizada y en medio de una sonrisa, dio la vuelta y se alejó contoneando las caderas hasta desaparecer. Él agito el lápiz con furia sobre el papel, borrando lo que tal vez pudo haber sido la más bella declaración de amor: “te amo, mamá”.